sábado, 4 de octubre de 2014

CAPÍTULO I

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un caballero, al que todos conocían por el nombre de don Quijote. Éste poseía una lanza, un escudo muy viejo, un caballo muy delgado y un perro galgo.
Don Quijote, por aquel entonces tenía algo más de cincuenta años, y era de constitución recia, delgado de carnes, enjuto de rostro, muy madrugador y amigo de la caza.
Don Quijote con lo que más se divertía era leyendo libros de aventuras, que por aquellos tiempos eran los de caballería. Tantos libros leyó que el pobre caballero llegó a perder la razón, creyéndose ser el protagonista de todos aquellos cuentos.
Una mañana del mes de julio, justo antes de que amaneciera, don Quijote decidió hacer realidad sus sueños y salir en busca de una aventura. Así, sin pensárselo dos veces se fue hasta el establo y ensilló a Rocinante, un viejo caballo de color blanco y largas crines, que era tan delgado que todos los huesos se le contaban. Y también silbó a su perro galgo, que acudió a la llamada de su amo sin mucha alegría y royendo un hueso.
De ese modo entendió don Quijote que había llegado el momento de la partida y sin despedirse de su sobrina, una joven muchacha que vivía con él, subió en su caballo y abandonó su casa radiante de felicidad.
Una vez en las afueras, don Quijote cabalgó en aquel caluroso día sin que le ocurriera ningún suceso digno de contar. Tan sólo se encontró con la compañía de los gorriones que volaban muy bajito entre los rastrojos de los campos de trigo, también pudo escuchar los cánticos de las cigarras, el clamar de los cuclillos y el zumbido desagradable de las moscas, que Rocinante se quitaba de encima a fuerza de mover la cola.
Al anochecer, don Quijote se encontraba muy lejos de su hacienda y estaba tan cansado y con tanta hambre, que decidió buscar un lugar donde cobijarse. Teniendo la fortuna de hallar una venta en el camino, a la que confundió con un castillo.
Cuando llegó a las puertas de la posada, solicitó a una joven que allí había, que tuviera la amabilidad de llamar al señor de la fortaleza. Pero la fortaleza no tenía señor sino ventero, que era un poco bromista y que se había dado cuenta de la falta de juicio de nuestro caballero.
A todo esto, don Quijote que tenía mucha hambre, le llegó el suave aroma de pescado asado, por lo que solicitó a su anfitrión que tuviera a bien de invitarlo a cenar. A lo que le respondió el ventero, si traía dineros.
—¡Dineros! —alegó don Quijote con cierto asombro—, ¿desde cuándo un caballero andante ha de llevar blanca?
Mientras tanto, nuestro hidalgo decidió pasar la noche, no durmiendo sobre un confortable camastro sino vigilando sus armas delante de una pila donde se daba de beber a las bestias.
En esas andaba, cuando a un mozo se le ocurrió dar agua a su mula, pero como las armas le interrumpían hubo de apartarlas. Por lo que don Quijote muy ofendido le dijo:
—¡Atrevido caballero, como osas tocar las armas del más valeroso andante que jamás ciñó espada! Mira lo que haces, y no las manosees, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
El mozo que era muy bruto y pendenciero, comenzó a reírse de don Quijote, a lo que éste le respondió dándole un mamporrazo con el escudo en la cabeza.
Los compañeros del muchacho, al ver la escena, comenzaron a arrojarle piedras a don Quijote, que no pudo hacer otra cosa que protegerse con su viejo escudo hasta que llegó el ventero.

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