A la mañana siguiente, volvió don Quijote nuevamente a la aventura, no sin antes haberse despedido del ventero y agradecerle su hospitalidad. Una vez en el campo, espoleó a Rocinante para que galopara, pero el viejo jamelgo lo único que pudo hacer fue dar un tropezón que casi derriba a don Quijote de la montura.
Entretanto, llegaron hasta un cercano bosque poblado de verdes pinos y recias encinas, y se detuvieron para descansar junto a un riachuelo de mansas aguas. Mientras Rocinante y el perro bebían en un recodo que hacía el arroyo, don Quijote tomó asiento bajo la sombra de una mimbre y se durmió, no sin antes haberse tomado un buen trozo de queso acompañado de unas rebanadas de pan que llevaba en la faltriquera.
Cuando despertó era media tarde y reemprendió su camino, adentrándose por una estrecha vereda que conducía a lo alto de una loma, desde la cual se podía observar las grandes llanuras que conformaban la región, tratándose la mayoría de campos baldíos, donde los únicos seres que parecían habitarlos eran los lagartos de largas colas y algún que otro cernícalo de pausado vuelo.
Llevaría don Quijote andadas dos millas, cuando divisó en la lejanía un grupo de comerciantes a caballo que se dirigían a Murcia para comprar sedas. Pero don Quijote en su locura imaginó que éstos eran unos príncipes que habían secuestrado a su amada señora doña Dulcinea del Toboso, por lo que los esperó en medio del camino. Y cuando los comerciantes llegaron su altura, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante les dijo:
—¿Sois vos altezas reales, quiénes habéis secuestrado a la doncella más hermosa de La Mancha, la sin igual doña Dulcinea del Toboso?
Los comerciantes que eran algo bromistas, se dieron cuenta de la locura de nuestro caballero, decidieron continuar la conversación.
—Sí, nosotros la tenemos en nuestro poder, pero no estamos dispuestos a entregárosla sin que con anterioridad nos ofrezcáis un rescate.
Al oír estas palabras don Quijote enfureció, arremetiendo con la lanza contra uno de los imaginarios secuestradores, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en mitad del camino tropezara cayendo de Rocinante, habría destripado al desgraciado mercader.
Al intentar levantarse no pudo hacerlo don Quijote, por la dificultad que le ocasionaban la lanza, las espuelas y la celada. Y entre tanto decía a grandes voces:
—No huyáis, gente cobarde, que no por culpa mía, sino de mi caballo estoy aquí tendido.
Así estuvo largas horas, hasta que pasó un labrador que era de su pueblo y que lo llevó de vuelta a su casa, donde lo esperaban su sobrina y sus amigos el cura y el barbero. Que una vez le curaron las heridas, decidieron dar solución al problema que tenía don Quijote, quemándole todos los libros de aventuras y caballerías.
—Seguro estoy —decía el cura al barbero— que en cuanto se olvide de ellos, volverá nuestro amigo a ser el de siempre.
Pero se equivocaban, ya que al siguiente día antes de que el alba ocultara las sombras de la noche, don Quijote volvía a ensillar a Rocinante y silbaba al perro galgo, que dormía al amparo de una bala de paja.
Lo primero que hizo nuestro caballero al emprender una nueva aventura fue buscarse un escudero, que no es otra cosa que un sirviente, para que lo acompañara y le ayudara a transportar sus pertenencias.
Por lo que se acercó hasta la hacienda de un vecino suyo llamado Sancho Panza, que era un labrador, al que convenció ofreciéndole ser rey de un pequeño país si lo seguía. Sancho que era corto de luces y algo inocente no dudó de la oferta y apañando su burro se puso en camino a la par de don Quijote.
Iba Sancho sobre el burro como un emperador, presumiendo de sus alforjas y de su bota de vino cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que había en aquellos parajes. Y así don Quijote los vio dijo a su escudero:
—La aventura va guiando nuestros pasos mejor de lo que pensábamos, amigo Sancho, observa en la lejanía y verás una tropa de gigantes, a los que pienso presentar batalla y quitarles a todos la vida, de ese modo obtendremos importantes riquezas...
—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.
—Aquellos que ves —le respondió don Quijote, señalando con la lanza— de los brazos largos.
—Mire vuestra merced —le expresó Sancho— que aquellos no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que considera brazos son las aspas.
—Me parece Sancho que estás algo tonto. Ellos son gigantes, y si te dan miedo quítate de en medio y ponte a rezar, que voy a matarlos ahora mismo.
Y diciendo esto, espoleó a Rocinante, mientras Sancho le gritaba que aquellos eran molinos de viento, y no gigantes. Pero don Quijote en su afán guerrero no escuchaba las voces de su escudero, ni se daba cuenta, aunque estaba ya cerca, lo que eran, sino que gritaba:
—No huyáis, cobardes y viles criaturas; que un solo caballero es el que os ataca.
A todo esto, se levantó un poco de viento, y las aspas de los molinos comenzaron a girar, a lo que dijo don Quijote:
—Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Tiempo en que recordó a su amada Dulcinea, apoyó la lanza en el ristre y arremetió a galope contra el primero de los molinos que halló a su paso, dándole una lanzada en el aspa. Pero el viento era tan fuerte que hizo la lanza pedazos, llevándose tras de sí al Rocinante y a don Quijote, que fueron rodando muy maltrechos por el campo.
A lo que acudió Sancho Panza para socorrerles, encontrando a don Quijote que no se podía mover, tal fue el golpe que dio al caer del caballo.
Una vez repuestos del batacazo y del susto, siguieron el camino en dirección a Puerto Lápice. Y mientras cabalgaban, a Sancho le entraron unas terribles ganas de comer. Pero no así a don Quijote, que le dijo que comiera cuanto se le antojara, que a él no le hacía falta. Por lo que Sancho se acomodó, lo mejor que pudo en el burro y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba comiendo y bebiendo de la bota mientras el jumento andaba con la cabeza gacha y las orejas caídas detrás de Rocinante.
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