En el corral de “El Cardal” se produjo el primer encuentro entre Tschiffely y quienes serían sus camaradas de aventuras. Solanet le ofreció dos ejemplares reconocidos como muy “buenos y voluntariosos”: Mancha, que por entonces contaba dieciséis años, y Gato, que tenía quince. Los dos animales habían pertenecido a un jefe indio llamado Liempichum, y se los sabía salvajes entre salvajes. Varios domadores debieron turnar su paciencia para poder volverlos dóciles.
Mancha era overo rosado, manchado. Gato, como bien su nombre indicaba, gateado. A Mancha había que reconocerle todos los atributos de un “perro guardián”. Siempre atento a cuanto a su alrededor ocurría, vivía desconfiando de los extraños y no permitía que otra persona, más que el amo, lo montase. Gato era muy distinto. A diferencia de su compañero de morada, no era expresivo. Por lo contrario, era menos intuitivo, pero más voluntarioso. Sus ojos poseían una expresión infantil y parecía mirar todo con inusitada sorpresa. En ambos estaban dadas las dos cualidades: para Mancha, el instinto, suerte de dominación además que imponía sobre Gato; y para éste, una inocente contracción para el trabajo. Empero, había que reconocerle a Gato, como el mismo Tschiffely lo hizo años después, una rara intuición para pantanos, tembladerales y fango. El maestro suizo escribió en sus memorias, que si los dos caballos hubiesen tenido la facultad de la voz y la comprensión humanas, hubiera recurrido a Gato para confiarle sus preocupaciones y secretos. Pero si hubiese necesitado ir de fiesta, hubiera preferido invariablemente a Mancha. Tenía más personalidad que aquél.
Un viejo gaucho inglés, don Edmundo Griffin, propietario de la estancia “La Palma”, cercana a Paysandú, puso a disposición de Tschiffely un cirigote (tipo de silla usado en Entre Ríos). Esa fue la única montura que usó durante el viaje. Y completó su atavío con un gran poncho impermeable y un mosquitero, de modo que el peso total no sobrepasara los sesenta kilogramos, teniendo en cuenta que debería usar de carga, indistintamente, a los dos caballos.
En las vacaciones de ese año 1925, Tschiffely se entrenó convenientemente, preparándose para la “excursión”, como el simplemente llamó a su empresa. Cuando todo estuvo listo, los dos caballos fueron enviados al local de la Sociedad Rural, en Buenos Aires, y allí se alojaron hasta el momento de la partida. Los comentarios previos de la prensa, mostraron un escepticismo muy singular. Hasta se lo llegó a acusar de “crueldad” hacia los animales, en conocimiento de lo que se proponía. Pero a despecho de todas esas acusaciones, el “aventurero” contó con el apoyo de algunos deportistas conocidos y el de la Sociedad “Criadores de Criollo”.
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