De esa manera, cabalgaron varias jornadas en la que transitaron por caminos abandonados, campos baldíos y pueblos desconocidos.
Y mientras lo hacían, don Quijote iba llenando la cabeza de su amigo Sancho de cientos de historias y miles de aventuras. También intentaba hacerle memorizar el nombre de alguno de los más afamados caballeros.
Pero para Sancho todo aquello sonaba a campanas, ya que era muy corto de entendimiento. Repentinamente, don Quijote se quedó rígido sobre Rocinante y tras unos instantes de otear el infinito, dijo:
—¿No oyes Sancho, el relincho de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los tambores?
—No mi señor, un servidor no escucha más que el sonar de campanos y el balido de ovejas y carneros.
Y esa era la verdad, porque en la lejanía se distinguían dos rebaños que se aproximaban lentamente, caminando por entre un rastrojo de trigo.
—El miedo que tienes —dijo don Quijote— te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas. Retírate a un lado y déjame solo para ganar esta batalla.
Diciendo estas palabras, picó una vez más espuelas a Rocinante, y se puso la lanza en ristre para cabalgar locamente hacia las ovejas.
Mientras, el pobre Sancho, que no ganaba para sustos, comenzó a gritar a su amo:
—¡Vuelva vuestra merced, señor don Quijote; que son carneros y ovejas a los que vais a embestir!
Pero nuestro caballero, no parecía escucharlo sino que galopaba cada vez a mayor velocidad, hasta que se metió por entremedio de las ovejas y comenzó a lancearlas a diestro y siniestro.
Los pastores no podían creer lo que estaban presenciando, por lo que se enfadaron y la emprendieron con don Quijote lanzándole piedras. Con la mala fortuna de que un pedrusco fue a estrellársele en la cara, llevándose tres o cuatro dientes.
Entre tanto Sancho, en la distancia observaba las locuras de su amo, y arrancábase los pelos de la barba maldiciendo la hora en que don Quijote se había cruzado en su vida.
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