martes, 7 de octubre de 2014

CAPÍTULO V

Al poco tiempo de reemprender el camino, se encontraron con un espacioso y escondido valle, en el que decidieron pasar la noche, descansando sobre la verde hierba.
Se vengaron del hambre de todo el día, gracias a unas viandas olvidadas por los sacerdotes en la huída. Así, bajo la luz de la luna y el albor de las estrellas desayunaron, almorzaron, merendaron y cenaron a un mismo tiempo. Dándole satisfacción a sus estómagos con buenos chorizos, sabroso queso y mejor vino.
Al siguiente día, muy de mañana, despertaron nuestros amigos no por la falta de sueño, sino por los picotazos que les ocasionaban un enjambre de hormigas enfadadas. Y es que Sancho y don Quijote habían acampado sobre un hormiguero, y éstas habían decidido poner remedio al problema como mejor sabían: picando a los visitantes inoportunos.
De ese modo, sin apenas saludarse montaron nuestros aventureros sobre sus jumentos, volviendo al camino que los llevaría a ninguna parte.
Cuando llevaban andadas unas cuantas horas, bajo el sol achicharrante de La Mancha, vieron aparecer por el horizonte una docena de hombres a pie, atados con una gran cadena de hierro. Otros iban a caballo y portaban escopetas y espadas.
—Éstos mi señor —dijo Sancho a don Quijote—, son presidiarios que van a penar sus condenas en las galeras de la Corona.
—¡Diantre! —replicó don Quijote—, no lo puedo consentir amigo Sancho. Pues es mi oficio socorrer y ayudar a los necesitados.
Llegaron mientras tanto los encadenados y don Quijote, como era su costumbre pidió a los guardias que le informaran del delito cometido por cada uno de los reos. Pero, uno de los guardias de a caballo le respondió que eran malhechores condenados a penar en las galeras.
—Y no hay más que decir, ni vuestra merced tiene más que saber.
Frase esta que encolerizó a don Quijote, ordenando a los guardianes que desataran a los cautivos y los dejaran en libertad.
Como no lo hacían, atacó al primero de los guardias que le salió al paso, instante que aprovecharon los presos para golpear a los soldados, desencadenarse y escapar.
Así, finalizó para don Quijote y Sancho la aventura con los malhechores. Y una vez más tuvieron que poner tierra por medio, antes de que los guardias reaccionen y los detuvieran por salvaguardar a los reos.
Aquella noche llegaron hasta la misma Sierra Morena, y cabalgaron sin descanso coronando peñas y sorteando alcornoques a uno y otro lado. Cuando estaba a punto de amanecer se detuvieron para dar descanso a sus cuerpos y sobretodo a las cabalgaduras, que se encontraban exhaustas. Contingencia que aprovechó Sancho para acercarse hasta unos pastores, que había en un refugio cercano y pedirles un poco de leche de oveja.
Aún no había vuelto Sancho, cuando don Quijote vio en la lejanía un carro tirado por dos mulas y portando unos llamativos banderines. Circunstancia que lo alerto, sobretodo al pensar, que posiblemente se acercaba un nuevo lance en el que demostrar sus habilidades con la lanza y la espada.
Justamente al regresar Sancho, ya se encontraba nuestro caballero subido sobre Rocinante y exigiéndole que le diera sus armas.
En esto llegó el carro, donde no iba otra gente que el carretero con las mulas y un hombre acomodado en la parte delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
-¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste? ¿Qué lleváis en él? ¿Qué banderas son ésas?
A lo que respondió el carretero:
-El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados que el general de Orán envía al rey y las banderas son las de su majestad en señal de que aquí va cosa suya.
-¿Son grandes los leones? -preguntó don Quijote.
-Tan grandes –respondió el hombre que iba sentado, que era el leonero- que no han pasado mayores ni tan fieros desde África a España jamás. Están hambrientos, porque no han comido hoy, así que ruego a vuestra merced no me entretenga mucho, pues hemos de llegar donde les demos de comer.
A lo que le dijo don Quijote, entre sonrisas:
-¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? No soy yo hombre que se espante de leones. Bajad, señor leonero y abrid esas jaulas y echadme esas bestias...
-Señor, por Dios no la hagáis –le suplicó Sancho-, pues terminarán devorándonos a todos.
Entonces, gritó don Quijote al leonero, mientras bajaba de Rocinante para combatir a pie con la espada:
-¡Abrid la jaula, os lo ruego señor, o con esta lanza os ensartaré como si fuerais una gallina!Viendo el leonero la determinación de nuestro caballero, abrió la jaula de uno de los leones, que tenía el aspecto fiero y bravío. Entre tanto, don Quijote con mucha calma llamó al león como si de un toro se tratase.
Pero el buen león, después de mirar a una y otra parte volvió las espaldas y, tras mostrar su trasero a don Quijote se tumbó para dormirse.
Para nuestro caballero aquel acto del león fue un signo de sumisión, ante su presencia poderosa. Por lo que dirigiéndose hasta el leonero, le señaló:
-Cierra la puerta, amigo, y da testimonio en la mejor forma que puedas de lo que aquí me has visto hacer.
Hízole así el leonero, mientras don Quijote prendía de la punta de su lanza un pañuelo blanco como señal de victoria.
Una vez dejaron atrás al carromato con los leones enjaulados, don Quijote y Sancho, continuaron cabalgando por los estrechos senderos de Sierra Morena. Haciéndolo por lugares inhóspitos y abruptos, casi imposibles para el burro y el viejo caballo. Mientras lo hacían apenas intercambiaban palabra, estando cada uno centrado en lo suyo.
Así llegaron, a eso de mediodía, a lo alto de un cerro en el que aire era puro y el paisaje excepcional. Momento que aprovecharon para descabalgar de sus jumentos y darle un trago a la bota de vino. Al mismo tiempo, que don Quijote le decía a Sancho:
—Querido amigo, como verás has tenido una gran fortuna con poder servir a este bravo caballero, a su lado podrás recorrer gran parte del mundo, conocer a los más valientes caballeros, hallar los más ocultos tesoros y sobre todo encontrar la felicidad.
—Sí, mi señor don Quijote —le respondió Sancho, a la par que le quitaba al burro el albardón— en todo lo que decís lleváis razón, pero mientras tanto quien llenará mi panza. Pues sabed, que no tenemos ni una migaja de pan que llevarnos a la boca.
—No os preocupéis de temas tan insignificantes amigo Sancho, Dios proveerá. Y si no lo hace soñar con mejores días, seguro que a mi lado los encontraréis.

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