Soy
un editor:
La
fortuna o la desgracia tuvieron mucho que ver a la hora de decidirme
a desarrollar profesionalmente esta actividad. Nunca, en años
pasados, cuando leía y leía libros de todos los calibres y clases
que un día relativamente cercano tendría la oportunidad de ser yo
quien los editara, quien tuviese la facultad de decidir en ocasiones
sobre la publicación o no de un manuscrito. Para un editor
vocacional, como es mi caso, es emocionante poder editar un libro,
personalmente creo que es tan interesante casi como escribirlo. Y lo
digo con la seguridad que la experiencia me confiere.
No
pueden imaginar la sensación que se tiene al recibir por vez primera
un manuscrito, que en la mayoría de las ocasiones suele ser la
galerada de la obra. Comprendo entonces que soy la primera persona, a
parte del autor, que tiene el privilegio de ver hechos realidad los
sueños de alguien que ha trabajado duramente para poder contemplar
las páginas que ahora tengo en mis manos, pudiendo tomar vida
propia.
Cuando
se ha leído la obra y se observa que reúne las características
esenciales para su publicación, llega el momento de darle una forma
adecuada para su posterior comercialización. Es el momento de
corregirla (no se preocupen por ello, se le suele hacer hasta a los
escritores de mayor prestigio), estudiar la colección en la que ha
de ubicarse, maquetarla, volverla a leer, sacar los fotolitos para
impresión, imprimirla, diseñar la portada, distribuirla, venderla y
cobrarla. Todo un proceso de apuesta, riesgo y satisfacción.
Pero
a veces hay personas que pretenden ser escritores por el simple hecho
de escribir unos cientos de páginas y que suelen desconocer las
bases fundamentales del trabajo literario. Estas gentes se lanzan a
la aventura de rellenar páginas y más páginas sin ningún tipo de
pudor, como el camionero que se precipita en la hazaña de pilotar
una nave espacial sin ningún conocimiento. Entonces sucede lo que ha
de suceder. Que el individuo, que ya cree que es un consumado
escritor, se da de narices con todas las editoriales; empieza a hacer
elucubraciones sobre la “mafia” existente en el mundo literario,
para al final arrojar la toalla y desistir de su intento.
Mientras
tanto los editores hemos tenido que soportar la lectura de “algo!”
no publicable, que además de una pérdida de tiempo nos ha provocado
inútil. A estos seres tan especiales les quiero dedicar estas
líneas. No con el ánimo de disuadirlos en su afán de ser futuros
escritores, sino en hacerles ver que la profesión de escritor es
eso: una profesión y no un divertimento para las horas muertas. Para
escribir un libro hay que sudar la camiseta, leer mucho y escribir
menos. También es la mejor forma de ayudar a los editores, que
tendremos más tiempo para leer obras trabajadas, favoreciendo a los
profesionales de la pluma con una futura y posible publicación. Del
otro modo, no pueden imaginar la cantidad de manuscritos que
deberemos leer para nada y que en la totalidad de las ocasiones
terminarán engrosando un archivador perdido o una triste papelera.
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